SHETLAND DEL SUR: tierra de balleneros y grandes elefantes marino.
Mientras navegábamos por el Drake y nos acercábamos a las primeras islas, nos cruzamos con el Endeavour, un barco del National Geografic que regresaba del continente helado. Para entonces el staff de abordo ya nos había conminado a llevar a una dependencia del nuestro toda la ropa y material fotográfico que pensábamos desembarcar en tierra. Para que de esta forma y con la ayuda de una aspiradora, proceder a retirar todas las pequeñas semillas que pudiéramos portar. También nos indicaron las normas básicas de seguridad y comportamiento una vez desembarcásemos:
En un panel lateral de la cubierta principal había colgadas 56 chapitas bicolores con sus números, de forma que todos los que íbamos a bordo teníamos asignado uno. Según los convenios firmados por las empresas que trabajan en estas aguas, sólo pueden desembarcar de una vez 100 personas en “cada” destino. En nuestro caso no teníamos problemas porque apenas superábamos la mitad de ese número. Así que a la hora de desembarcar debíamos dar la vuelta al nuestro y al regresar al barco ponerlo en la posición correcta. Esto lo tenía que hacer siempre uno mismo para no correr el riesgo de quedar abandonado a su suerte.
Así mismo, siempre antes y después de desembarcar debíamos de desinfectar convenientemente nuestro calzado. Para ello teníamos que sumergirlas en unas cubetas con detergente-desinfectante y agua. No había que llevar ni transportar elementos extraños de un sitio a otro y poner así en riesgo un ecosistema tan delicado. Por supuesto, si en tierra alguien tenía un “apretón” debía de volver y hacerlo en el barco.
Una vez en tierra hay que tener muy claro que la prioridad la tiene la distinta fauna que la habita. En los sitios con nieve había que ir en fila india para ir apelmazándola, sin dejar huellas profundas que se conviertan en una trampa peligrosa para los pingüinos. Si se hacían debían de cubrirse. Toda la fauna tiene prioridad en sus desplazamientos. Ante un Elefante marino uno no tiene dudas. Tampoco había que acercarse a menos de dos metros de un nido de pingüino y a menos de diez de una colonia de Petreles gigante.
Con estas lecciones bien aprendidas y después de dos días de navegación llegamos a las Shetland del Sur a las 22:30 horas de la noche, pero sólo ante el papel, porque en realidad nos estábamos aproximando a la latitud de los días perpetuos del verano austral. Así que, aunque había la luz, esta todavía era muy tenue.
A bordo la expectación entre los pasajeros era muy grande, y sin darnos cuenta llenamos el puente. Sólo se oían las órdenes que en ruso daba el capitán al piloto. La niebla y la nieve recreaban un ambiente fantasmagórico, hasta que poco a poco empezamos a adivinar la sombra dibujada en el horizonte de la primera isla. La mar golpeaba con violencia sobre los arrecifes, mientras el barco a poca velocidad los iba sorteando. De fondo se oían a los Elefantes marino rugir en sus incruentos combates por las hembras envolviéndonos en el ambiente salvaje.
Las adversas condiciones climatológicas y el mal estado de la mar aconsejaron al leader de la expedición a no arriesgarse a desembarcar durante este día, decidiendo que lo haríamos a la vuelta de nuestra visita a la Antártida. Así que después de seis días volvimos de nuevo a las Shetland. Mientras nos acercábamos a nuestra primera isla, el inmenso cráter sumergido que forma la isla Decepción, nos cruzamos con una balsa de más de 400 Pingüinos barbijos, que descansaban cerca de ella.
La entrada a la isla se realiza a través de la Puerta Hércules, una boca de un kilómetro de ancho flanqueado por dos inmensas paredes verticales de más de trescientos metros de altura. En estas paredes cientos de petreles damero se afanaban por encontrar las grietas que albergan sus nidos, eso los más afortunados, por que los menos se tenían que conformar con expuestas repisas. El cráter con forma de herradura tiene en su parte más ancha diez kilómetros de distancia y alberga en su interior decenas de bases antárticas.
Fondeamos en un antiguo puerto ballenero de la Bahía de las Ballenas y desembarcamos en la playa de piedras y arena volcánica, custodiadas por tres pingüinos barbijo. Esta antigua base ballenera fue azotada por dos erupciones volcánicas a finales de los 60 que la destruyeron. Ahora quedan descansando y abandonados a su suerte pequeños resquicios de su “devastador” pasado: costillas de cetáceos, embarcaciones, barriles de aceite, barracones, construcciones de hierro y madera que son aprovechados en la actualidad por la avifauna local.
Charrán antártico (Sterna vittata)
Ya en tierra nos dirigimos a la Ventana de Neptuno, un lateral del cráter desplomado y con vistas a la mar. Desde esta privilegiada atalaya veíamos de cerca a los dameros entrar a sus nidos, o como las siempre oportunistas gaviotas cocinera robaban con suma habilidad las puestas de estas aves. Ellas y los págalos subantártico que patrullaban incansables y que nos recordaban a nuestros ratoneros común. En estas paredes decenas de Paíños de Wilson volaban veloces por los farallones. Cuando lo hacían a gran altura, su destreza y agilidad asemejaba a los aviones roquero, pero cuando zigzagueaban entre nosotros parecían vencejos culiblanco.
Gaviota cocinera (Larus dominicanus)
Petreles damero (Daption capense) en el nido
Charrán antártico (Sterna vittata)
Paloma antártica (Chionis alba)
Tras embarcar de nuevo en el Polar Pioneer nos dirigimos al encuentro de los Elefantes Marino del Sur en la isla Livingston. Al contrario que en Decepción, el desembarque resulto más complicado. La razón era el poco calado que impidió acercar el barco a la costa, por lo que tuvimos que fondear fuera de una pequeña bahía y a más de media milla de distancia.
Balsa de petreles damero (Daption capense)
La isla tiene un glaciar de doble vertiente que la divide en dos partes. Desembarcamos en una pequeña playa de finas piedras que está conectada a otra de más de tres kilómetros de longitud que la atraviesa. Nada más pisar tierra estábamos inmersos en las peleas de los “gallitos” del lugar. En noviembre las hembras ya habían parido a sus cachorros y los grandes machos ya habían perpetuado su especie. Así que dejaron la isla para que unos cuantos cientos de jóvenes y subadultos cargados de testosterona emulasen al jefe de la playa con sus ensordecedores rugidos y el golpeteo de sus pechos. Seis metros de foca que quitaban el hipo a cualquiera.
Sólo quedaban por la isla un par de machos adultos, y decenas de crías, abandonadas por sus madres, de un mes de edad y 120 centímetros de longitud nacidos para pelear. “Bebes” desdentados y curiosos que no dudaban en subirse encima de uno a la menor oportunidad, y que a pesar de su corta edad también se retaban entre ellos.
Cría de elefante encima de una pasajera
La isla impresionaba. Llamaba la atención lo ancha que era con más de trescientos metros de piedrilla negra y fina, hasta el pié de un pequeño acantilado lleno de recovecos. Así que de un golpe de vista parecía desierta. Sin embargo, era allí donde los Elefantes emitían su rugido fuerte y agudo con un eco lejano que ponían los pelos de punta. Y en más de una ocasión te hacían cuestionarte sino estábamos en el “Parque Jurásico”. Parecía que en cualquier momento iba a aparecer un Tiranosaurios rex a devorarnos.
En un promontorio en medio de la playa había una pequeña colonia con una treintena de Petreles Gigante del Sur, que si los comparábamos con los pingüinos, en este caso parecía reinar cierta armonía entre ellos. Nos pasábamos tiempo viéndoles remontar el vuelo. Más de dos metros de pájaro corriendo por la playa como un B52 esquivando a los mastodónticos elefantes.
En esta isla también se encontraban varias colonias de pingüinos papua o Juanitos con pollos bastante crecidos. Por este motivo, y no sólo por la pertinaz lluvia que envolvía todo el ambiente, se notaba que el clima aquí era mucho más benigno. Los adultos protegían del agua a sus retoños perfectamente alineados y de espalda al viento.
Las colonias estaban en la cima de pequeños promontorios de dos metros de altura aislándose del territorio de los elefantes. Los nidos con forma de cuenco estaban construidos con pequeñas piedrillas que, por falta de material cercano, no dudaban en recoger a muchos metros de distancia. Aunque siempre quedaba la posibilidad del robo. Era como la vida misma. Mientras un pobre “hombre” recorría torpemente medio centenar de metros para coger una piedrilla y transportarla a su nido, en cuanto la depositaba y volvía a por otra, el vecino de al lado le cogía exactamente la que había depositado.
Las enternecedoras imágenes de los pingüinos dando de cebar a sus desvalidos y tiernos retoños eran truncadas por el predador oportunista de la isla. El págalo Subantártico. Este recorría el límite exterior de las colonias con la idea de robar polluelos. El pingüino adulto que se encontraba sólo en su nido no tenía más remedio que aguantarse a las provocaciones del “pirata” y bajo ningún concepto poner al descubierto al pequeño. El Págalo se acercaba peligrosamente para comer los restos del guano de los pingüinos provocándoles un gran estrés. Si el Juanito tenía suerte de tener junto a él a su pareja, entonces ésta sí podía poner en fuga al intruso mostrando gran gallardía.
Como todo en esta vida lo bueno dura poco. O por lo menos lo parece. Tuve la fortuna de abandonar la isla el último y tengo que reconocer que si hubiera podido aún estaría allí.
Un saludete
Gorka Ocio
ÚLTIMO CAPÍTULO: La Antártida: viaje al confín del mundo. Entre pingüinos, icebergs y focas leopardo.
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